El Mayo del 68 francés significó un gran cambio en las formas de vida de una juventud que, mediante la revuelta, confirmó su autonomía individual y civil, y un importante avance en los derechos sociales. Los efectos se extendieron a toda la Europa de entonces, mientras sucedía lo mismo en Italia con su otoño caliente del 69, en México (más de 300 jóvenes sin vida en la matanza de Tlateloco) y en Estados Unidos (Berkeley, Marcuse,… hasta acabar con la guerra de Vietnam con parada previa en Woodstock).

Ahora se cumplen los 40 años de aquel 68, que vino precedido por la generalización del uso del transistor, acabando con la radio escuchada en familia y promoviendo su uso individual y la aparición de canales específi cos para la juventud, y por 1966, otro anticipo, con la primacía del pantalón tejano a las faldas en el ranking de ventas femeninas de los grandes almacenes parisienses Lafayete y Samaritane.

Mientras Francia hierve, Pablo Picasso, de casi 87 años de edad, crea la serie de grabados Suite 347, trabajando sin descanso desde marzo a septiembre de aquel año en su casa de Mougins, una pequeña población sobre la costa francesa, envuelta en la luz azul del Mediterráneo que le ofrece Antibes. Suite 347 se inspira en la Tragicomedia de Calisto y Melibea, que Fernando de Rojas escribió en 1499 en el tiempo récord de 15 días. La Celestina nos muestra el paso de la persona medieval a la renacentista, coincidiendo con idéntica evolución en el juego del ajedrez, donde la mujer se libera. La Dama, que en los tiempos medievales sólo podía moverse como el Rey, conquista su libertad con el Renacimiento alcanzando el derecho a desplazarse sobre el tablero según su capricho, a excepción del uso del movimiento del caballo, más que nada, por ser de mal gusto para una mujer llena de feminidad.

Los personajes de La Celestina también son personas libres, que actúan por sí mismos: Celestina cree que todo comienza y acaba en esta vida; Melibea no es la dama ausente del medievo, sino que decide morir porque es ella misma; y Calisto vive más allá del entorno de su raza y religión; son tres elementos principales de la modernidad. Pero la obra concluye con la derrota de sus protagonistas. 469 años después, Mayo del 68 reivindica lo mismo, quizá por eso Picasso escogió La Celestina para su Suite 347, seleccionando 66 grabados de la serie para ilustrar el libro de Rojas.

Y en Cornellà de Llobregat también comenzaba en 1968 nuestra Tragicomedia de Calisto y Melibea, aunque, esta la nuestra, con final victorioso expresado en la huelga de ELSA de 1974. Pero antes de llegar a esa fecha pasaron muchas cosas.

 La huelga de la ELSA fue el final de nuestra década prodigiosa, pero el día en que Cornellà venció a la dictadura comenzó algunos años atrás. 1 Mayo del 68 en Cornellà Todo empezó en noviembre de 1969, en aquella asamblea de la juventud relevo de la que hizo la guerra civil sin buscarla.

 Habían pasado ya veintinueve años de miedo desde mil novecientos cuarenta. Nuestros padres hablaban poco del duro pasado, el mismo que Concha Piquer cantó con espléndidas letras de Rafael de León, ambos del otro bando. En el subconsciente colectivo el padre en el campo de concentración, o el hermano desaparecido, o el abuelo que no volvió: “errante lo busco por todos los puertos”, dice en Tatuaje; “ay, ay, ay, ay, / ¡como se la lleva el río!”, en no te mires en el río, la música por bulerías.

En 1968 los jóvenes de entonces perdíamos el miedo, queríamos renunciar a la simbología para utilizar verbos y adjetivos limpios y claros: “No, /jo dic no, /diguem no. /Nosaltres no som d’eixe món”, cantaba Raimon y nos poníamos en pie a corearlo, sin miedo a la policía del general, que aguardaba en la puerta.

En Europa el mayo del 68: “la imaginación al poder”. En Cornellá nuestra asamblea de la juventud: “la imaginación a la calle”.

Decía el “manifiesto” -entonces todo acababa en un manifiesto con el que poder comenzar todo de nuevo- de aquella asamblea de la juventud: “expresamos nuestra firme decisión de tomar las riendas de una sociedad que ha de ser para nosotros y para los jóvenes que nos van a seguir”. Nos lo recordó Joan García-Nieto en su último gran pregón, el del Corpus 94 de Cornellà, la fiesta mayor de la ciudad.

Ignasi Doñate era la cabeza más visible de aquel comienzo. Era fill del poble y se mezcló con los xarnegos. Fue un impacto entre las gentes bienpensantes de nuestro pequeño poder establecido, que en aquellos años aún escribían en El pensamiento, la revista local, artículos como el titulado La lloparada flamolenca en referencia a los emigrantes que llegaban y que no debían tener derecho a cambiar nada, tan sólo a ofrecernos su trabajo y sus impuestos.

La asamblea de la juventud fue el primer gran paso en medio de la luz del día para que los jóvenes de Cornellà, de todos los barrios y de todos los orígenes culturales, nos fusionáramos en un doble objetivo: tomar el relevo a la generación que hizo la guerra y mover del poder a los que la ganaron. La democracia estaba en el infinito de nuestros sueños.

La ciudad de entonces 

En 1968 se inaugura la nueva casa sindical -así se llamaba a los locales del viejo sindicato obligatorio- frente a Siemens; el poeta Cristóbal Benítez alcanza la celebridad entre los nuestros con aquel delicado Sendero en el alba, donde nos anuncia que “todos habremos, algún día, / recorrido un sendero por el alba”; el ayuntamiento constituye el Patronato Municipal de Cultura, que no debe confundirse en ningún momento con el Patronat Cultural i Recreatiu, una de nuestras entidades culturales con mayor solera; hay la primera semana de la juventud; en el Orfeó Catalònia organizamos el merecido homenaje a Pompeu Fabra, que limpió las palabras, y aquel día reapareció en el escenario del acto, sin necesidad de esconderse, la bandera de Catalunya por primera vez en la ciudad desde que acabó la guerra; en la antigua biblioteca se imparten los primeros cursos de catalán por el señor Josep Llobera, ese año encumbrado gracias a su catalá básic; Sant Ildefons, donde ya viven cincuenta mil nuevos cornellanenses, inaugura su mercado, su primera escuela pública, su equipo de fútbol y una sala de lectura, a la que aún llamaron biblioteca; en el Patronat vemos el primer certamen comarcal de teatro de aficionados, que es como entonces se llamaba a lo que hoy llaman nuevos valores; aumenta el déficit de plazas escolares, que en diez años pasan de ochocientas cuarenta y tres a ocho mil quinientas; los jóvenes cristianos llenan de guitarras los sábados del templo de Santa María para dar a conocer una identidad que ya es otra; Raimón y Paco Ibáñez vienen a cantarnos y la recaudación va a Comisiones Obreras, entonces fruto prohibido de la dictadura.

En 1962 la huelga de la Siemens y doce años después la de la ELSA. Por medio comenzó a fraguarse el cambio generacional y fue en 1974 cuando Cornellà cambió. Y aquella eclosión aún marca nuestros días, los de los jóvenes de entonces y los de la ciudad toda ella.

Si en la asamblea de la juventud del 69 emergió el cambio generacional, en la huelga de ELSA del 74 -ahora hace treinta y cuatro años justos- cuajó el cambio ciudadano y eso permitió que pasáramos de la oscuridad a la luz, de lo clandestino a lo público. El camino ni fue fácil ni fue corto, pero valió la pena. Cornellà era muy distinto al de ahora. En 1969 las lluvias convierten las calles en ríos y torrentes y un niño muere ahogado atravesando la calle Mossen Andreu; se inauguran los primeros comedores escolares; el barrio Riera abre su primer centro social; en San Ildefonso comienza su servicio el apeadero del tren; Amador Rosas y diez de los suyos escogen el Orfeó Catalònia como sede de la recién creada comisión gestora de la Asociación de cabezas de familia; Joan Nepomuceno García-Nieto, con el premio Nova Terra de ese año bajo el brazo, comienza a predicar un sindicalismo de diálogo al amparo de la OIT; la biblioteca Joan Maragall se inaugura y se la llama Casa de Cultura, era todo lo que había; el montaje teatral Deixeu-vos de romanços... lleva al Patronat nuestra fresca contestación conducidos por nuestro irrepetible Joaquín Vila i Folch, allí caen los severos e inflexibles valores de nuestros mayores y hay guerras familiares entre los padres y los hijos que ocuparon el escenario; mientras el grupo teatral Segle XX llena de juventud el Patronat lo mismo sucede en la parte alta de la ciudad con el grupo Nova Gent y su teatro, que limpia de humos arborescentes el rancio ambiente del Orfeó Catalònia y trae a la ciudad a Ricard Salvat, Albert Boadella y todo lo que entonces existe.

En 1970 Josep María Ferrer es designado alcalde de la ciudad; se anuncia que por fin tendremos un nuevo ambulatorio; los damnificados por las riadas de 1962, que están en barracones desde entonces, reciben nuevas viviendas; dos centenares de familias del barrio Almeda inician una oposición, que durará años, contra el derribo de sus viviendas; se inaugura la primera guardería infantil, que es privada; el histórico mossen Bach deja el barrio del Padró para ir a una parroquia de Barcelona; el nuevo alcalde consigue que no haya ni el simulacro de elecciones municipales del régimen y como primera actuación pretende que en el parque de Can Mercader -entonces cerrado a la ciudad- se construya una residencia para estudiantes forasteros superdotados.

Hacia la ciudad nueva 

Marcados por el impacto que produjo entre nosotros la presión que el alcalde de entonces ejerció, hasta echarlo del ayuntamiento, sobre Constancio Pérez Aguirre, excelente concejal de cultural que vio como se derrumbaban sus posiciones aperturistas, algunos iniciamos una seria refl exión sobre que hacer respecto a un ayuntamiento que cerraba a marchas forzadas el tímido diálogo que se había iniciado con la ciudad. En el sesenta y dos la Siemens...Junto al movimiento cultural y ciudadano el movimiento obrero. Junto a la legalidad la ilegalidad. Junto a los jóvenes los mayores. Concepciones, actitudes y visiones generacionales distintas, pero no encontradas. Todo confluyó en la huelga de la ELSA, pero antes hubo muchas otras huelgas. La lucha del movimiento obrero configuró un camino específico, que ensanchaba su espacio lucha tras lucha.

El primer gran momento se vivió en 1962. 

 La ciudad quedó conmocionada un mediodía, cuando sonó la sirena de la Siemens, que era la sirena de Cornellà, y ningún trabajador salió a unas calles que cada día llenaban para ir a comer a sus casas.

 Era la huelga de la Siemens. En 1968 Matacás y Rockwell-Cerdans; en los setenta Corberó, Pirelli-Moltex y Pirelli-Wamba -el triunfo de las mujeres-, Tornilleria Mata, Fenixbrón -¡qué discurso, en Sant Miquel, el del señor Romagosa!-, Exin, La Fama, Clausor y tantas más.

El libro de Ignasi Riera y José Botella sobre las luchas obreras en el Baix Llobregat de los años sesenta y setenta continúa siendo, en mi opinión, un referente sobre el sindicalismo de aquel tiempo. Y entonces el sindicalismo lo era casi todo en el camino hacia la libertad. Era el gran río que va a la mar, que no era el morir manriqueño, sino la libertad machadiana. Y junto a la lucha sindical la lucha en los barrios.

... y en el setenta y uno el río 

La lucha de los vecinos de Almeda contra el plan parcial que pretendía el derribo de parte de las viviendas del barrio para dar paso a una carretera fue de las primeras, pero la más emblemática fue la movilización originada por el desbordamiento del río Llobregat.

Era en septiembre de 1971 cuando el río volvió a salir. Cornellà y l’Hospitalet fueron las ciudades más castigadas. Las basuras, el barro y el mobiliario de casas enteras se amontonaban en las calles. El río había superado los dos metros de altura en los barrios de la zona baja de la ciudad.

Para hacer frente a los peligros de infección -se habló del cólera- y para conseguir la rápida reconstrucción de las zonas afectadas, los vecinos se organizaron y plantearon la situación al ayuntamiento. Hubo contundencia en la actuación policial, pero por primera vez hubo también diálogo, y el resultado final fue una rápida actuación de las instituciones para resarcir a los barrios de la catástrofe. A partir de ese momento tomó cuerpo una organización vecinal, que, desde la ilegalidad, y también desde la legalidad que permitía la existencia de centros sociales y de algunas asociaciones de vecinos, configuraron un movimiento civil en los barrios que aún perdura en la ciudad.


La España del setenta y cuatro 

En 1974 la huelga de la ELSA. Fue un año difícil. En diciembre del año anterior un atentado asesinó al almirante Carrero Blanco, delfín de Franco puesto por el dictador al frente de la jefatura de su gobierno; hubo el proceso 1001 contra los líderes de Comisiones Obreras; Carlos Arias Navarro, antiguo alcalde de Madrid y antes fiscal del ejército fascista -el carnicero de Málaga, le llamaban-, fue nombrado presidente del gobierno; en marzo del setenta y cuatro fue ejecutado Salvador Puig Antich; el 25 de abril Portugal recuperó la libertad; en verano se constituyó en París la Junta Democrática con el objetivo de conseguir la “ruptura democrática” con la dictadura y ese mismo verano Franco cayó enfermo y dejó por unas semanas la jefatura del Estado en manos del entonces Príncipe Juan Carlos.

Cornellà cambió 

En nuestra ciudad todo estaba comenzando a cambiar. Tres grupos se superponían en busca de lo mismo: El primero lo formaban los jóvenes que actuaban desde la clandestinidad y que discrepaban de la moderación de sus padres.

El segundo grupo era el de sus padres, que ya desde el final de la guerra civil se movían en la ilegalidad. Unos y otros, padres e hijos, eran la gente de las fábricas: los padres en las comisiones obreras de siempre y, los hijos, en otra organización clandestina, que tenía por nombre el de sectores de barrios y fábricas y que no era otra cosa que las comisiones obreras de los jóvenes.

Y, el tercer grupo, los jóvenes que optaban por una legalidad que ya era otra y pensaban que podía seguir ensanchándose hasta que desplazara para siempre la vejación de la dictadura. Los tres grupos estaban juntos y separados. Juntos en las reuniones para decidir cómo ir a lo mismo y separados en los caminos que querían recorrer, los unos desde las octavillas y las reuniones secretas, los otros desde la prensa y las entidades legales y una mezcla de los unos y los otros desde ambos sitios a la vez.

En 1974 todo petó y del estrépito surgió la victoria: Cornellà cambió. La actividad política petó: el PSUC temía que la larga huelga de ELSA acabara quemándolo todo y se perdiera en un día el esfuerzo de treinta y cuatro años de energía acumulada dos pasos adelante y uno atrás, como enseñó Lenin; la ya desaparecida, pero entonces fuerte y aglutinante de la juventud clandestina, la organización Bandera Roja, se dividió entre los socialdemócratas y los ortodoxos y vivió su cisma. Al final el paraguas estratégico del PSUC -muchos años de saber- propició el encuentro de todos en aquel partido renovado, del que saldría lo que después ha sido en la ciudad políticos y políticas.

En ese clima de división se produjo el momento más delicado, que lo viví a media huelga. Los enlaces y jurados sindicales de Siemens pidieron una reunión con los de Elsa en el sindicato vertical, que fue autorizada. Su propuesta era que aceptara el despido para que así la huelga se acabara. A cambio, me proponían ir a trabajar a la Cooperativa de Consumo de Cornellà. Mi respuesta fue que no, a no ser que me lo pidieran mis compañeros de trabajo. A la salida hablé con sus principales dirigentes, que militaban en el PSUC y en CC.OO, e intenté hacerles ver que no debían temer por la evolución de las cosas. Les expliqué que acababan de expulsarme de Bandera Roja por mi moderación, y que el sector radical de la organización no tenía peso en la toma de decisiones de los trabajadores de Elsa. Creo que esa conversación actuó como un bálsamo, pues a los pocos días me pidieron si quería asistir a una rueda de prensa, que CC.OO. organizaba ilegalmente, para informar a la prensa de Barcelona sobre las luchas que había en aquellos momentos dije que sí, y allí conocí a José Luís López Bulla, gran amigo. Decir que pensé: “Con lo fácil que es reunir a los periodistas en el Patronat de Cornellà, como se complican la vida estos de CC.OO. con tanta cita de seguridad para vernos con la prensa”.

La huelga 

En 1974 la huelga. Los salarios de ELSA oscilaban entre las ocho mil y las once mil pesetas al mes. En verano se trabajaba a más de cuarenta grados de temperatura en algunas secciones.

Los convenios colectivos que se habían firmado eran bastante desfavorables para los trabajadores. Todos estos factores configuran el clima que precede a la huelga, que tiene su origen en las negociaciones del convenio colectivo de 1973 en el que la dirección de la empresa se cierra en banda ante las peticiones obreras y sólo está dispuesta a conceder un aumento salarial si determinadas secciones aceptan trabajar tres domingos al mes, en vez de dos, como ya sucedía.

Tras tiras y aflojas y algún que otro paro laboral la Delegación de Trabajo declara ilegal la pretensión de los empresarios, pero la dirección de ELSA sigue en sus trece sin mover en un ápice su posición. Ante la disyuntiva y agotadas las pocas vías de negociación que permitía el antiguo régimen los trabajadores optamos por iniciar una huelga en defensa de nuestras reivindicaciones.

El diseño de la huelga recoge experiencias de luchas anteriores con el objetivo de popularizarla entre todos los ciudadanos. Se acuerda ir todo el día con la ropa de trabajo por las calles de la ciudad para provocar el comentario sobre la lucha, como habían hecho antes los trabajadores de Clausor y Fama. Se opta por hacer manifestaciones sin bajar de las aceras y sin ocupar la calle, para no dar pie a la intervención inmediata de la policía franquista, lo que permite una participación más amplia de trabajadores y que muchos ciudadanos se sumen al cortejo, como ya habían hecho los compañeros de Tornillería Mata. Para mantener la continuidad positiva de las asambleas y poder aportar cada día algo nuevo se inician gestiones y entrevistas con todos los estamentos oficiales, con la iglesia y con las entidades ciudadanas.

Los bares y demás lugares naturales de reunión también son un punto obligado para la explicación del conflicto y la extensión de la solidaridad. La constante presencia de los trabajadores de ELSA en todos los rincones de la ciudad permitió un permanente estado de opinión sobre el conflicto y el aumento de la simpatía ciudadana hacia nuestros objetivos. Se consiguió una estética de legalidad. Se sustituyó la octavilla clandestina, sinónimo de misterio y de oscuros autores, por la chaquetilla y la presencia a la luz pública, sinónimo de legalidad y normalidad civil.

Así narran esa fase de la lucha Ignasi Riera y José Botella en su libro: “Realmente, se produjo una estética del conflicto. Será difícil olvidar la presencia tranquila y constante, por las calles de Cornellà, del grueso de la plantilla de la empresa vidriera. Sorprendía, de entrada, la edad, ya avanzada, de muchos de los trabajadores. Con sus chaquetillas azules -en donde aparecían grabadas unas letras rojas con el nombre de la empresa- se brindaban a cualquier tipo de diálogo con la población. Situados durante muchas horas en la calle del Instituto Nacional de Enseñanza Media (actual Francesc Maciá) de Cornellà, junto a la Biblioteca y Casa de Cultura, acompañados muchas veces por números de la policía armada con los que acabaron conversando (con el consiguiente escándalo de quien quiso ver en ello un extraño cambalache con las fuerzas armadas), se entrevistaban con los alumnos del Instituto, con los trabajadores de la vecina Siemens, para quienes resultaba obligada una visita diaria a los de ELSA, con los trabajadores de Plásmica y de Fergat, con los hombres que iban al sindicato a resolver algún asunto laboral. Cuando el horario laboral había terminado, las chaquetillas de ELSA se desparramaban por la población. Había bares -el llamado bar del Pino, por ejemplo- donde la “asamblea” de ELSA continuaba hasta altas horas de la noche. Muchos bares sustituyeron el bote Gracias por el bote ELSA. Cuando miembros de la Brigada político-social preguntaron en alguno de esos establecimientos qué significaba aquello, muchos dueños respondieron: recogemos dinero para ELSA, sin el menor parpadeo. Porque “lo de ELSA” llegó a dar la sensación de que se inscribía en la más perfecta normalidad, pertenecía al patrimonio colectivo del pueblo y estaba muy alejado de lo clandestino. Ello popularizó, por supuesto, a los hombres de ELSA: ser un trabajador de ELSA llegaba a constituir un orgullo ciudadano.”

La prensa legal fue decisiva. Apenas hubo octavillas durante la huelga. Los periódicos de Barcelona iniciaban una tímida apertura, una nueva generación de periodistas tomaba el relevo a la vieja guardia. Quienes ahora ocupan puestos clave eran entonces simples redactores. Manuel Campo, ahora hombre de empresa, era el ideólogo mediático; trabajaba como redactor en el diario Tele/Exprés. Y entre los corresponsales locales contábamos con el hoy redactor de La Vanguardia, Carles Esteban, entonces corresponsal en Tele/Exprés, que se convirtió en el cronista de la huelga, y con Jordi Viñas en El Correo Catalán, Jaume Funes en La Vanguardia y con la complicidad de periodistas de los demás medios barceloneses.

Una reunión diaria en el Patronat Cultural i Recreatiu daba pie al diseño de las noticias. Para que siempre hubiera algo que publicar ingeniábamos una novedad diaria, fuera una gestión con una autoridad, una entrevista con el arzobispado o una nueva propuesta de negociación. La verdad es que los trabajadores de ELSA dispusimos de un gabinete de imagen de auténtico lujo.

La Fiesta Mayor de Cornellà fue el elemento determinante de la popularización de la lucha y de su plena aceptación ciudadana. Así se recoge en el citado libro: “Los de ELSA consiguieron que el tiempo jugase a su favor. En este sentido la Fiesta Mayor fue la identificación definitiva de los hombres de ELSA con la población de Cornellà, hasta el punto que en los ejercicios escolares de dos centros de Cornellà, en las redacciones y ejercicios sobre la Fiesta Mayor, abundaron las chaquetillas azules con la palabra ELSA”.

En todo esto nos fue de gran ayuda Josep María Socías Humbert, entonces Delegado Provincial de Sindicatos, que había comenzado su carrera como abogado de los trabajadores en Cornellà, cuando la Organización Sindical estaba ubicada en lo que hoy es el gimnasio municipal de Rubió i Ors.

A comienzos de la huelga convocó a los representantes de los trabajadores en su despacho. Antes de iniciar la reunión hizo un aparte conmigo y fue al grano. Me preguntó que pensaba hacer, si aceptar una fuerte indemnización por mi despido o continuar hasta el final de la huelga aún a riesgo de quedarme en la calle y sin un duro. Él sabía que días antes el delegado comarcal de sindicatos me había hecho saber que la dirección de ELSA estaba dispuesta a hablar de indemnizarme para que aceptara mi despido partiendo de dos millones de pesetas (el equivalente actual serían unos veinte millones), que podían subir a cifras más altas. Mi respuesta fue clara. Le dije que nunca aceptaría una indemnización, que mi compromiso era con la causa de mis compañeros de trabajo y nada más. Aproveché para hacerle saber que mi posición política no era la de quemarlo todo y que el momento de descomposición que vivía el Régimen debía vehicularse hacia la democracia aceptando el liderazgo del Príncipe Juan Carlos cuando fuera Rey. Creo que esa afirmación fue definitiva para generar confianza, pues él me contestó que su referente político europeo era Willy Brandt, pero que la información que sobre mí le habían dado me situaba en una organización política que apostaba por radicalizar la huelga con peligro de enfrentamientos violentos. Le dije que yo me consideraba socialdemócrata, como Willy Brandt, aunque en Cornellà también habían otros ambientes políticos.

Como puede suponerse no quise desvelarle los enfrentamientos que existían dentro de Bandera Roja entre la corriente socialdemócrata y la ortodoxa, que me costó la expulsión de esa organización por mi posición durante la huelga.

Llegados a este punto todo fue bien y convinimos un marco para el desarrollo de la huelga que era el siguiente: manifestaciones sí, pero por las aceras y sin banderas rojas; asambleas legales en el sindicato, siempre que sólo asistieran representantes sindicales y pudiera estar presente el delegado de la organización sindical; recogida de dinero también, si quien lo hacía era el presidente de la Unión de Técnicos y Trabajadores (nombre que recibía el gremio de trabajadores). La verdad es que de aquel encuentro nació una larga amistad.

Al salir de su despacho sentí una gran responsabilidad, pues no podía explicarlo todo. Pero lo cierto es que no necesitaba explicar nada, pues el marco que acabábamos de convenir era el que ya estaba viviendo la ciudad. Era más su confirmación de la aceptación de lo que hacíamos que un acuerdo hilvanado en aquel acto. Llegué a la conclusión de que lo único que había sucedido era que, sin quererlo, me había convertido en el interlocutor de nuestra realidad ciudadana, a la que habíamos llegado gracias a todas las luchas anteriores y a la experiencia y moderación de quienes nos antecedieron.

Josep María Socías fue consecuente, incluso en medio de la huelga general vino a Cornellà sin escolta a reunirse con todos los trabajadores de ELSA y escuchar respetuosamente el parecer de la asamblea. Fue un momento cargado de emoción y cuando en febrero de 1976 los Reyes de España vinieron a Cornellà llamó para proponer que una delegación de trabajadores se reuniera Su Majestad en el ayuntamiento y expusieran su opinión sobre el momento que vivía el país. Su iniciativa fue yugulada por quienes se oponían al cambio. Años después fue para mí un honor llevar al Palacio de la Zarzuela la carta del alcalde José Montilla solicitando que el Rey aceptara la presidencia de honor del milenario de Cornellà. Mientras marchaba del Palacio de la Zarzuela pensaba que ya se había hecho justicia y que aquel Cornellà real que no quisieron que conociera el Rey ya era el Cornellà legal y democrático que nadie podría parar. Pocas semanas después en el Palacio de Oriente el Rey recibió, en audiencia, al consistorio en pleno.

Lo cierto es que la actitud de Josep María Socías contrastaba con la de otros sectores del sistema, como fue el caso del entonces alcalde de Cornellà, que durante la huelga llegó a boicotear la misa de Fiesta Mayor, porque en la iglesia había trabajadores de la ELSA. Fue ese un momento delicado, pero la dignidad de mossen Jaume Rafanell se impuso y comunicó a aquel alcalde que la iglesia no cerraría las puertas a nadie.

Sin mossen Jaume Rafanell la huelga hubiera sido otra cosa. Jugó un gran papel para conseguir que la solidaridad fuera un elemento común en la ciudad y continuó durante los años siguientes con su compromiso radicalmente moderado en defensa de la libertad. Cornellà nunca podrá agradecerle lo que hizo. Gregorio López-Raimundo, el tan mítico como real líder del PSUC de entonces, decía en un informe de 1974: “En Cornellà y otros pueblos del Bajo Llobregat, los obreros en huelga recorrieron las calles en manifestación, y los cafés, comercios, bancos y otros establecimientos cerraron sus puertas en señal de apoyo a los huelguistas. En las iglesias se leyó la declaración de la vicaría episcopal de la zona sur de Barcelona de apoyo a la huelga y se colectó ayuda para los huelguistas”. ´

 “Los dirigentes obreros de ELSA -continúa López Raimundo- discutieron con el delegado comarcal y el delegado provincial de sindicatos; con el gobernador civil de Barcelona y con las autoridades locales, lo que supuso la consagración en la práctica del derecho de huelga y un desarrollo de las vías y formas de negociación que pueden tener consecuencias muy favorables para la lucha obrera en general”.

“Urge entender -concluye- que la lucha obrera sólo alcanza proporciones de masas cuando el centro de decisión no está en las reuniones clandestinas de Comisiones Obreras, sino en las asambleas abiertas de trabajadores de cada empresa, en las asambleas de enlaces y jurados de los sindicatos, en la discusión pública de los problemas en las parroquias, las asociaciones de vecinos y otras entidades de masas; cuando las reivindicaciones obreras se formulan y divulgan no sólo, ni principalmente, en octavillas clandestinas, sino en la prensa legal, en la radio y en la televisión”.

Cornellà se había convertido en una “zona de libertad” expresión con la que entonces se definía el conseguir un marco de actuación superador de la legalidad franquista y cercano a los usos democráticos del resto del mundo europeo.

Cornellà, la ciudad pacífica 

Fue el triunfo de la ciudad. A partir de aquel día ser ciudadano de Cornellà era un gran orgullo y la mejor tarjeta de visita que presentar en todas partes. De todo aquello queda el poso. Al menos es mi opinión. Cornellà optó por la moderación, por la radical moderación para expresarse libremente, para apostar por la solidaridad, para evitar la violencia.

A partir de aquella huelga todo cambió. Las entidades de la ciudad fueron el punto de referencia de los ciudadanos de cada barrio. La organización sindical del régimen se convirtió en el sindicato que conducían los dirigentes más representativos de la oposición. El ayuntamiento pasó a ser una institución sometida al control de los sectores democráticos, aunque costó algún tiempo. La iglesia local se confirmó como el punto obligado de cita para la solidaridad y la libertad. Con aquella huelga Cornellà conquistó su dignidad ciudadana y determinó su compromiso progresista, confirmado en las primeras elecciones democráticas y que aún hoy mantiene.

Carles Navales Turmos 

Director de la revista La Factoria
Socio de la AMHDBLL


Este artículo está basado en “1974: el año del cambio”.
Colección “Crónica de Cornellà”. Editorial Creadors. 1994.